No esperes de mí que sea un héroe; en realidad, soy más bien frágil.
Mi vida está llena de miedos, de sombras, de dolor.
No esperes de mí que sea fuerte; me escondo en mi fragilidad.
Pero estás tú para cuidar de este niño en el cuerpo de un hombre, para recoger los pedazos rotos de mi fragilidad, y volver a recomponer mi entereza impostada. Estas tú, para que me mire en tu espejo, y me vista con el traje del optimismo y la alegría que esconderá mi debilidad, mi fragilidad.
Decidió visitar, un tórrido día de agosto , el que fue su barrio de infancia y juventud. Acudió para recordar aquellos parques en los que aprendió a jugar, aquellos bancos donde besó por primera vez. Iba con la intención de recuperar olores, colores, sabores, sensaciones. Las tiendas, los bares, la farmacia, los columpios, la cancha multiusos. Así, observó desde la calle las ventanas de las dos casas que habitó en aquel barrio. De una de las casas sintió salir a su madre una mañana para no volverla a ver jamás. De la otra, sacaron entre su hermana y él a su padre moribundo para acompañarle en su postrero viaje. Hay un lugar estratégico en el aparcamiento de la calle desde el que se pueden ver las dos casas. Pero a los barrios les ocurre como a las personas; no todas envejecen igual. Y tuvo la certeza de que no se trataba de una sensación trasmitida por la canícula. No. Al barrio le faltaba vida. Y eso se palpa. Eso vio en la transformación de las tiendas de alimentación y de los bar
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